Florentino Ariza es quizás uno de los personajes más controversiales y fascinantes de la literatura latinoamericana. Su amor por Fermina Daza se convierte en una especie de religión personal, una causa a la que dedica su vida sin desviarse un solo instante, aunque paradójicamente lo haga en medio de múltiples encuentros amorosos. Porque sí, mientras Fermina vivía su matrimonio con Juvenal Urbino, Florentino acumulaba más de seiscientas aventuras amorosas. Sin embargo, él las considera irrelevantes, porque ninguna le arrebata lo que él considera su “castidad espiritual” hacia Fermina.
Este detalle suele dividir a los lectores: ¿es Florentino un romántico o un hombre obsesionado que no supo —o no quiso— soltar? Lo cierto es que Gabriel García Márquez no nos da respuestas absolutas. Nos ofrece un personaje que ama sin pausa, pero que también transgrede límites éticos importantes (como su relación con América Vicuña, la adolescente que se suicida tras sentirse traicionada). Esa contradicción humana es la que sostiene la tensión del relato: Florentino es constante, sí, pero también es profundamente imperfecto.
Lo que impresiona no es sólo la duración del amor, sino el momento en que finalmente puede vivirse: cuando ya no hay promesas de futuro ni cuerpos jóvenes ni esperanzas románticas. Lo que queda es la experiencia, la conversación y una compañía elegida con madurez. Florentino esperó 53 años, 7 meses y 11 días —y noches— para que Fermina le diera una oportunidad. Y cuando finalmente ella accede, él demuestra que lo único que había querido todo ese tiempo era estar a su lado.
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