Florentino Ariza, terco en sus silencios y rituales, no le propone a Fermina Daza una vida juntos. Le propone un viaje. No hay promesa de eternidad, ni siquiera de regreso. Es una invitación a suspender el tiempo. Fermina acepta, sin saber si es valentía, hartazgo o deseo. Quizás es todo eso y algo más: una curiosidad sin nombre que no sintió en décadas.
El barco zarpa. No hay flores ni música. Solo dos viejos sentados en la cubierta, aprendiendo de nuevo a mirarse. Las primeras noches son incómodas, como si se descubrieran en un idioma olvidado. Él, siempre tan romántico en su juventud, ahora cuida los silencios. Y ella, que tantas veces lo rechazó, se permite la ternura.
El viaje no es solo físico: es simbólico. Es una renuncia al pasado que los marcó. En cada curva del río, Fermina suelta una exigencia. Florentino desmonta una ilusión. Aprenden que amar a esta edad no requiere vértigo, sino paciencia. La complicidad empieza a gestarse, no como una llama, sino como una brasa constante que ya no necesita alimentarse del drama.
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