La primera vez que se acuestan juntos no es una escena romántica, sino casi cómica, pues sus cuerpos, cansados y lentos, no responden como antes. Se ríen. Se disculpan. Se abrazan. La pasión no es enérgica, sino tímida. Pero es real.
Florentino, que imaginó ese momento durante medio siglo, se da cuenta de que no hay lugar para la fantasía. No hay perfección, ni fuegos artificiales. Solo hay piel arrugada, respiraciones pausadas y una ternura que lo desarma.
Fermina, por su parte, se siente vulnerable. Nunca pensó que volvería a desnudarse ante alguien, y menos ante él. Pero Florentino no mira su cuerpo con juicio, sino con asombro. Como si cada pliegue fuera una prueba de que ella siguió viva sin él y, eso la hace aún más hermosa.
Esa noche, no hacen el amor. Se acompañan. Se cuidan. Descubren que el deseo, lejos de extinguirse, cambia de forma. Ya no es hambre: es intimidad. Un abrazo puede ser más intenso que cualquier suspiro. Y un suspiro, más revelador que una caricia.
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