El barco sigue navegando. Nadie sabe hasta cuándo. Florentino y Fermina ya no preguntan. Se han instalado en una rutina simple: despertar, caminar por la cubierta, leer en silencio, compartir una sopa caliente, dormirse tomados de la mano.
Los días son todos parecidos, pero no iguales. Hay momentos de lucidez y otros de cansancio. Algunas tardes, Fermina mira el río y recuerda a Juvenal, su difunto esposo. Otras, le cuenta a Florentino anécdotas de su juventud. Él escucha con devoción, como si fueran historias sagradas.
Florentino, por su parte, ha dejado de planear. Ya no escribe cartas. Ya no imagina finales. Solo vive. Y en eso encuentra la paz.
Un día, mientras el sol cae sobre el Magdalena, Fermina le pregunta si volverán. Florentino le toma la mano y le dice que no. Que ya están donde deben estar. Ella asiente. No es resignación: es aceptación. El amor no necesita otra etapa. Está completo.
El río, ese símbolo del tiempo y del tránsito, los lleva sin prisa. Y aunque el final es inevitable, ya no importa. Porque se aman. Porque se tienen. Porque, después de tanto, han llegado a ese lugar donde el amor no es una promesa, sino una forma de despedirse, todos los días, con ternura.